Opinión

Cuando el fútbol le ganó a la política

Por Walter Calabrese *

La suspensión del partido que debían jugar el próximo sábado en Jerusalén los seleccionados de Argentina e Israel dejó al descubierto la trama política que se había tejido para naturalizar la idea de que esta ciudad ya está consolidada como la capital del Estado hebreo. El encuentro deportivo, originalmente, se iba a realizar en la ciudad de Haifa, sede de anteriores presentaciones de la albiceleste. Pero el Primer ministro Benjamín Netanyahu le había pedido expresamente al presidente argentino Mauricio Macri que se jugara en Jerusalén, quien aceptó sin reparos el pedido, una lógica consecuencia del estrecho alineamiento con la política exterior llevada a cabo por EEUU con Donald Trump y en sintonía con su aliado incondicional, Israel.

Esa decisión poco calculada por Cancillería y las autoridades del gobierno nacional explotan hoy como una granada en las manos, exponiendo a la Argentina a un papelón diplomático internacional, además de no considerar en ningún momento que los jugadores podían estar en peligro en una zona de alta conflictividad bélica entre palestinos e israelíes.

Es un momento en que el resto del mundo no admite los derechos de Israel en el nombramiento de Jerusalén como su capital y mira con preocupación las consecuencias del traslado de la embajada de EEUU hacia esa ciudad, que generó, además, una cruenta represión sobre una protesta de manifestantes palestinos en la frontera de la Franja de Gaza, con 60 muertes provocadas por francotiradores israelíes. En ese conflictivo contexto, la política exterior argentina mira para otro lado y la AFA argumenta que la selección viaja allí por cábala, como previa de lo que sucedió antes del Mundial 86 cuando fuimos campeones del mundo. Jugar allí, era ponerse abiertamente del lado israelí en su disputa por los territorios ocupados frente al reclamo palestino.

El partido iba a coronar el 70 aniversario del Estado de Israel y mostrarle al mundo que Jerusalén es su tierra. En este sentido, cuesta entender el desconocimiento histórico de los funcionarios nacionales para poder comprender el delicado “equilibrio” que existe en hoy en Medio Oriente.

Revisando rápidamente los antecedentes históricos, podemos rastrear el origen del conflicto con los palestinos, cuando Israel ocupa Jerusalén del este en 1967 luego de triunfar en llamada Guerra de los Seis Días. Más tarde, en 1980, Israel proclama a Jerusalén como su “capital única e indivisible”, situación que nunca fue aceptada por la ONU, puesto que la ciudad tenía un status internacional compartido con Palestina. Hoy, la política permanente de nuevos asentamientos en los territorios de la Franja de Gaza y Cisjordania aviva la contienda a diario.

Para el gobierno israelí no era una jugada inocente, la figura de Messi, un reconocido y rutilante embajador del deporte estaría también visitando el Muto de los Lamentos. El combo cerraba con un perfecto moño para animar los festejos del 70 aniversario con el partido en Jerusalén. La ministro de cultura, Miri Regev, sostenía confiada que era “una victoria para Israel” la concreción del encuentro.

En ese escenario político, nadie consideró que para los palestinos  no tenía nada de amistoso este partido, sino que se lo interpretaba como una abierta provocación contra su pueblo, siendo la Selección Argentina el perfecto instrumento para limpiar la imagen de un Estado que necesita urgentemente legitimarse ante la comunidad internacional, más allá de la ayuda incondicional de EEUU.

La pelota no se mancha

Mientras los jugadores argentinos entrenaban en el complejo deportivo del Barcelona un viento fuerte que traía gritos de protesta cruzó el lugar e inquietó inmediatamente al plantel. Un grupo de manifestantes se había movilizado para mostrar su descontento con el partido que iban a jugar con Israel, desde un megáfono llegaba el mensaje de advertencia para la selección: “dejen de apoyar y blanquear la imagen de Israel en el mundo”, “Messi, no vayas”, por último se escuchó “como dijo Maradona, la pelota no se mancha”. Además, el grupo pro palestino llevó camisetas de la selección manchadas con sangre y hasta quemaron una bandera argentina. Pocos días antes, el clima había empezado a enrarecerse cuando setenta chicos palestinos le escribieron una carta al capitán del seleccionado solicitándole que “no rompa sus corazones”. Esa admiración por el mejor jugador del mundo generaba un gran contraste en sus vidas, puesto que el partido iba a disputarse en el estadio Teddy Kollek, construida sobre la aldea Al Malha, que fue arrasada por los israelíes.

El embajador palestino en Buenos Aires, Husni Abdel Wahed, también se manifestó en contra del encuentro: “Este partido es como que nosotros celebráramos el aniversario de la ocupación de Malvinas, esto sería una aberración, una falta de respeto y una agresión al sentimiento del pueblo argentino”.

El martes fue un día más político que deportivo para los jugadores argentinos que, rápidos de reflejos, se reunieron y le plantearon a Tapia, presidente de la AFA, que se negaban a viajar a Jerusalén porque consideraban que era arriesgado viajar a una zona de conflicto. Para el plantel y para Sampaoli el partido pactado en Jerusalén le traía más perjuicios que beneficios, pues debían viajar más horas, perder tiempo de entrenamiento y el riesgo de alguna lesión. Las amenazas contra Messi y la selección terminaron por cerrar el tema. Sin saberlo, tal vez, en esos instantes estaban tomando una decisión política, le decían que no al desacierto de la AFA de pactar ese encuentro y, a la vez, decían que no querían ser utilizados políticamente para que el gobierno argentino quede bien alineado con Israel.

Los jugadores y el cuerpo técnico se enfocaron en el aspecto deportivo y humano, en cambio, la AFA y el gobierno de Macri pensaron en el rédito económico y político.

El delantero Gonzalo Higuaín manifestó claramente el sentimiento del plantel argentino: “Obviamente primero está el sentido común, así que creemos que lo correcto era no ir”. Borges decía que “el sentido común era el menos común de los sentidos”, una cita que hoy le cabe con inusitada precisión para describir la impericia de la política exterior del gobierno de Cambiemos. Falto de reflejos, sin apelar al mínimo sentido común -que hoy sería ese murmullo del hincha que pedía a gritos que no expusieran innecesariamente a los jugadores en una ciudad en conflicto-, Macri y la AFA quedaron en el ojo de la tormenta porque no calcularon las consecuencias de una decisión arriesgada e inoportuna a tan pocos días del comienzo del mundial. Incluso, el presidente hasta intentó persuadir a los jugadores de que jueguen el partido en el estadio de Haifa, luego de un pedido telefónico del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. Pero los jugadores se mantuvieron firmes en su postura de no viajar. Aquí, el plantel se ajustó a la definición que da la Real Academia Española (RAE) a la expresión sentido común: “modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas”. Es decir, la mayoría de la gente hoy piensa que era inconveniente exponer a los jugadores luego de ser amenazados en una zona donde suele haber distintos tipos de atentados y acciones sangrientas. Claro que para el gobierno esa expresión no está incluida en su accionar habitual, le cuesta ponerse en lugar del otro, eso que comúnmente llamamos empatía también forma parte del sentido común. El gobierno solo atina a medir los costos políticos de sus acciones y saber si ha caído su imagen. Lo que no pudieron predecir es que esta vez el fútbol le ganaba el partido a la política, porque los jugadores priorizaron lo humano antes que cualquier rédito económico.

La instrumentalización del deporte para legitimar posiciones y acciones políticas de un gobierno no es algo novedoso, en los Juegos Olímpicos de 1936 el nazismo supo aprovechar el evento deportivo para mostrar al mundo la “magnificencia” del régimen que en ese entonces comenzaba a ser liderado por el entonces Canciller de Alemania, Adolf Hitler. En esa ocasión, el deporte fue un instrumento para hacer visible el poderío nazi a través de un programa de propaganda inusitado para la época.

Mucho más cerca de nosotros está el triste recuerdo del Mundial de 1978 en la Argentina, en donde el gobierno de facto intentaba mostrale al mundo que éramos derechos y humanos. Mientras festejábamos en las calles la copa del mundo, el régimen dictatorial le ganaba por goleada al respeto por la vida.

Israel intentó hacer algo similar, utilizar el brillo de la figura de Messi para naturalizar la idea de que Jerusalén es la capital de su país. No pudieron, la firmeza de los jugadores argentinos doblegó toda estrategia para legitimar su imagen internacional.

Aquí, el gobierno de Cambiemos está expectante, ansioso por el comienzo del mundial en Rusia, se muestra inquieto e incómodo a la vez, puesto que espera aprovechar esos días en que la gente queda como suspendida en el tiempo por el entusiasmo futbolero para filtrar decretos y proyectos de ley que son considerados lesivos para los derechos de los trabajadores, como la ley de reforma laboral. Hoy, esa posibilidad, queda en suspenso por dos motivos. Uno, el golazo de los jugadores que le dijeron no a ser usados políticamente. El otro, se explica fácilmente por la debilidad política que arrastra el gobierno por no poder domar al esquivo potro de la economía.

El problema es que están mirando siempre la tribuna internacional, hacen cada jugada tratando de complacerlos en el juego de la geopolítica. Así, pierden de vista a los que juegan de local en su propia tierra, donde la inflación parece ganarle por goleada al bolsillo del trabajador. Cuidado, parecen democráticos, pero dejan muchas dudas.

“Si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende”

Arturo Jauretche

 

*Analista Internacional

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